miércoles, 10 de noviembre de 2010

No te pierdas todos los domingos en Colección Nocturna las opiniones de Iván Ríos en la "Semana Trágica".

martes, 9 de noviembre de 2010

Iván Ríos


Escritor y periodista, licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Es autor de libros de poemas "Espacios Liminares" y de las novelas "Tu imagen en el viento" y "Luz Estéril".
Fué productor, guionista y locutor de la estación Rock 101 y becario del Programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes 1995-1996.
Actualmente es comentarista editorial de los programas Radiofónicos "Colección Nocturna" y "Coordenada 102.5", columista del suplemento cultural "Laberinto" y coolaborador de las revistas "Nexos" y " Rolling Stone".

lunes, 8 de noviembre de 2010

Publicación Iván Ríos Gascón
Milenio



Christian Poveda
La vocación del kamikaze
Iván Ríos Gascón
Cesare Pavese intituló uno de sus libros como Trabajar cansa (Lavorare stanca), pero hoy en día podríamos parafrasear al poeta italiano con otra fúnebre sentencia: trabajar mata. Periodistas, fotógrafos y escritores, representan al segmento más vulnerable de las sociedades en conflicto. Protagonistas incómodos de los regímenes sin estado de derecho, los credos radicales, la corrupción política o empresarial y el crimen organizado, nuestro trabajo no sólo exige rigor sino templanza. ¿Cuánto valen las vidas que se esfuman como consecuencia del riesgo laboral? Si lo pensamos con frialdad, el costo no tiene carácter pecuniario. No se circunscribe a los pingües emolumentos de un rotativo o a las regalías de un libro o los galardones de un documental, sino en algo absolutamente irónico: el volumen o extensión del objeto de discordia. La muerte es el precio de cinco o veinte cuartillas de un reportaje, una secuencia fotográfica, las centenas de papel de una investigación o una novela, la duración de un programa radiofónico o del video que invade el gueto, se inmiscuye en las conjuras o revela información que no por ser “confidencial” carece de interés público.
Salman Rushdie sigue proscrito por el supuesto pecado de “blasfemia” de Los versos satánicos. De igual manera, Roberto Saviano lo pasa a salto de mata por Gomorra, y en nuestro país las bajas en la prensa acumulan cifras escalofriantes, cuya expresión límite fue el polémico editorial del Diario de Juárez, donde el rotativo pidió una tregua al narcotráfico. Aquel texto dio la vuelta al mundo. Exhibió los puntos débiles de una guerra sin control y fue el telón de fondo del evento organizado recientemente por el Pen Club en Nueva York, donde Paul Auster lo leyó en inglés para abrir la discusión en que participaron narradores, poetas y periodistas como Don de Lillo, Jennifer Clement, Carmen Aristegui, Luis Miguel Aguilar y José Luis Martínes S.
Trabajar cansa y extermina. Intenta imponer el silencio pero hasta ahora no ha conseguido reprimir del todo la vocación de la nueva genealogía del kamikaze, quizá porque su aliento surge de los fenómenos extremos del caos o la descomposición sociopolítica que no puede soslayarse.
El 2 de septiembre de 2009, el fotógrafo y documentalista francoespañol Christian Poveda fue asesinado en Tonacatepeque, El Salvador, localidad bajo control del “Barrio 18”, la Mara con la que había trabajado durante tres años para La vida loca, instantánea en movimiento de los pandilleros retirados o en vías de reintegrarse a una sociedad que no les ofrece absolutamente nada.
Para poder filmar La vida loca, Poveda llegó a un acuerdo con los dialogueros de la Mara, a los que prometió que la película sería exhibida únicamente en circuitos europeos, que jamás circularía en las calles de El Salvador, y también financió la panadería en la que trabajan los momentáneos sobrevivientes de esa jeroglífica porción del Tercer Mundo, el espacio en que, a la manera del periodismo gonzo de Hunter S. Thompson, Poveda se internó con la cámara en el hombro. El resultado, tomando en cuenta que no alcanzó a terminar cabalmente su proyecto, es un pietaje áspero y sombrío, que esboza apenas la dinámica de las pandillas que descienden de los guetos de Los Ángeles. Su estructura y ritos de iniciación, los compromisos irrompibles, sin posibilidades de renuncia, y el peligro permanente de militar en uno de los bandos en pugna, porque el territorio es el botín urbano que el “Barrio 18” se disputa con la Mara Salvatrucha.
Así, La vida loca despliega un amplio catálogo de símbolos: el tatuaje como una suerte de código de barras que confiere a los usuarios la etiqueta de carne de cañón. Los anhelos sin posibilidad de cumplimiento. La muerte súbita hecha metáfora de los ambientes donde transitan esas figuras cuyos fatales desenlaces sólo adquieren gravedad en la banda sonora y la edición, pues sus nombres y escasas biografías son abstracciones en la nota roja de un sistema defectuoso, desprovisto de imaginación para recomponer el tejido social que la corrupción, la indolencia y el subdesarrollo, han abonado para la prosperidad de la delincuencia.
Christian Poveda, un periodista curtido en los conflictos de Sahara Occidental, Chile, Argentina y la invasión estadounidense de la Isla de Grenada, estaba consciente de que su audacia podía pagarse caro, que cada toma o entrevista era como caminar descalzo sobre vidrios rotos. No obstante, jamás consideró abdicar del rodaje de La vida loca, como le explicó al escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya: conceptualmente, el documental pretendía exponer el averno cotidiano de las generaciones marginadas, las sociopatías, la desintegración del núcleo familiar y los callejones sin salida en libertad o en cautiverio. En suma, Christian Poveda nunca se propuso o, tal vez, no concibió llevar a cabo una denuncia ni filtrar las operaciones de la Mara y, mucho menos, hacer negocio con el video transfigurado en una bomba de tiempo, pero algo o alguien rompió la cuerda esa noche de septiembre.
La edición final de La vida loca lo confirma. La mirada de Poveda no cuestiona, no juzga ni señala ni predica nada. Sólo se ocupa de mostrarnos la sordidez y la desesperanza en el distrito de La Campanera, donde los velorios son más frecuentes que una boda o una fiesta familiar. Entonces, ¿qué precio tuvo la vida de Poveda? Irónico, indignantemente absurdo: 90 minutos de imagen y sonido digital cuyo anatema radica en el retrato costumbrista.